Ya tenemos 20 finalistas del Concurso de Microrrelatos “Sueña, Madrid, la noche es nuestra”
Tras un mes de duras deliberaciones, el jurado del Concurso de Microrrelatos “Sueña, Madrid, la noche es nuestra” ha seleccionado los 20 microrrelatos que han obtenido la mayor puntuación en esta novena edición. Al término del plazo de participación, se habían recibido un total de 553 trabajos llegados de diferentes partes del mundo, un auténtico récord hasta ahora en este concurso convocado por EMT.
Desde EMT queremos agradecer a todos los que se han sentido inspirados por los “búhos” de la noche madrileña y nos han aportado sus maravillosas, poéticas, oníricas, nostálgicas, ingeniosas, divertidas y disparatadas historias. El Jurado, tras su escrupuloso análisis de cada relato concursante, se ha decantado por los siguientes finalistas: (poner listado random sin mención de autores)
El fallo final del jurado se anunciará en los próximos días en este blog y a través de las redes sociales de la empresa municipal. ¡Enhorabuena a los 20 seleccionados y muchísimas gracias por participar!
Viernes 13, 3:33 AM.
El N13 (la línea maldita que nunca existió) aparece en Opera.
Un Pegaso del 74 con luces de discoteca. Huele a Varón Dandy y futuro.
—¿Subes, modernito? —El conductor es un esqueleto con Ray-Ban y chupa de cuero.
Dentro: los muertos más animados de Madrid.
Un fantasma con hombreras XXL:
—¡Ay, mira su teléfono! ¿Eso es una tele pequeñita?
—Se llama smartphone, señor.
—¿Smart? ¡Pero si no sabe ni fumar sin toser!
Una señora transparente le ofrece Ducados:
—¿Fumas, niño?
—Es que… estáis muertos…
—¡Y tú muy vivo para las 4 AM!
Risas espectrales.
Un punk huesudo se mosquea:
—¿No hay botellón? ¿Dónde están las litronas?
—Ahora hay Ley Antibotellón…
—¡¿LEY ANTI-QUÉ?! ¡ESTO SÍ QUE ES UN APOCALIPSIS!
Los fantasmas empiezan a criticar el presente: “¿Gintonics a 12 euros? ¡Pero si el gin-kas valía 50 pesetas!” “¿Reggaetón? ¿Qué pasó con Alaska y Dinarama?”
El búho atraviesa el Metro y atraviesa paredes.
En Cibeles se despiden:
—Vuelve cuando Madrid vuelva a ser divertido.
—¿Cuándo es eso?
—1985.
Le dejan un walkman con una cinta de Radio Futura. Funciona sin pilas.
Benditos tacones
No debí salir de mi casa para ir a la suya. Debí quedarme en la cama arropada por mis errores; tan cálidos, tan íntimos, tan míos, tan exasperantes.
No debí creer que algo iba a cambiar, pero una vez más el menú fueron celos con vino blanco y postre de reproches helados. Sabor a almendras amargas en la boca y lágrimas en los ojos.
No hizo falta tocarnos para saber que nada era posible. Cogí el bolso y mi abrigo rojo y, con un imperceptible “será mejor que me vaya”, salí y cerré la puerta con cuidado.
En la calle hace frío y me molestan los zapatos. En una película caminaría sin rumbo por las calles, pero en la vida real me matan los pies y cada paso llena de dolor mi vacío. Casi bendigo los tacones que me recuerdan que estoy viva.
Me arrastro hasta Recoletos. Junto a la Casa de América, mi destino más próximo: el N1 me lleva al te-lo-dije de mi familia, el N24 al abrazo de la soledad de mi casa. Meto la mano en el bolsillo, acaricio el abono con los dedos y dudo unos instantes.
Elijo la cola más corta.
Los que nunca duermen
Somos los que cruzamos Madrid cuando todo calla. Rugen motores y la ciudad, exhausta, se acuna en nuestro vaivén. Desde 1974 llevamos cincuenta años sin cerrar los ojos. Nos llaman búhos, pero no volamos: rodamos entre sombras.
Fuimos testigos de la Transición, del hambre de los ochenta, del vértigo del nuevo milenio. Transportamos cuerpos cansados, almas errantes. Camareros con olor a fritura, panaderos con manos de harina, sanitarios con los párpados vencidos, vedettes con la purpurina corriéndose bajo la lluvia. A todos los hemos llevado a casa, o a donde dolía menos.
No preguntamos, solo abrimos puertas. Conocemos secretos que jamás diremos. En nuestros asientos se han escrito canciones, se han leído cartas de ruptura, se han dado besos que solo existen de madrugada. Somos confesionario, refugio, escenario.
Nos expandimos al ritmo del insomnio de la ciudad. Nuestras rutas han crecido como las venas de un cuerpo que nunca descansa. Porque Madrid no duerme, solo se desplaza de otro modo.
Y aquí seguimos. Con las luces encendidas y el motor en marcha. Porque cuando todos paran, nosotros arrancamos. Porque alguien, siempre, necesita llegar a alguna parte. Y ahí estamos nosotros: los que nunca duermen.
Manual para viajar en búho (sin perderse uno mismo)
Léase en caso de insomnio, desvelo emocional o regreso incierto.
1. Suba a un búho nocturno como quien entra en un sueño ajeno.
2. Aproveche el asiento junto a la ventana: dicen que desde ahí la ciudad susurra secretos.
3. Mire nuestra Madrid dormida: hay belleza hasta en los semáforos que parpadean solos.
4. Escuche y preste atención. A veces, alguien canta bajito o bosteza en otro idioma.
5. Recuerde que el silencio también transporta a la parada de los recuerdos felices.
6. Sea respetuoso y gentil (sobre todo consigo mismo).
7. Bájese una parada antes y camine despacio. La noche aún lo abraza.
8. Repita según lo requiera su rutina (o aventura) madrileña.
Advertencia: un exceso de filosofía transitoria podría resultar en una sobredosis, como la que sufren aquellos astronautas que nadan sobre la Gran Vía (Láctea).
El cielo puede esperar
Como búho de Madrid, he visto cosas que vosotros no creeríais. Yo he visto bajar del cielo personas que preferían pasar la noche en esta ciudad, a dormir entre ángeles.
Este septiembre me abordó el mismísimo Quevedo junto al convento de las Trinitarias y, hasta bajar en una taberna de Lavapiés, le estuvo recitando un soneto satírico a un hombre de gran nariz, que iba a su lado.
Una fría noche de noviembre se subió Almudena Grandes en Malasaña, y se bajó en Ventas con el corazón helado.
Francisco de Goya se subió a este búho para ir a San Antonio de la Florida. Le pedí medio real para el billete, y se hizo el sordo. Me gritó de tan mal humor, que me quedé como una maja desnuda.
Y ayer, entre tinieblas, subió en Gran Vía Pedro Almodóvar. Me lo contó todo sobre su madre. Cuando terminé el turno y llegué a casa, llevaba la carne trémula y estaba al borde de un ataque de nervios. “¿Pero qué he hecho yo para merecer esto?” exclamé ante Julieta, mi mujer, antes ir a la cama en la habitación de al lado y taparme la piel que habito.
Bajo el ala del búho
La ciudad duerme, pero para mí, la noche es un refugio. El frío de Madrid muerde la piel, y el búho es mi único amparo, un viaje sin destino, un hogar sobre ruedas.
En Cibeles, me mezclo con los que vuelven de la fiesta, con los que bostezan y buscan asiento. Y entre ellos, Marta. Su abrigo es grueso, sus manos se hunden en los bolsillos, pero sus ojos me ven. Me ofrecen algo más que lástima: conversación, compañía.
Charlamos de cosas sin importancia. El invierno, las calles mojadas, los sueños que ella persigue y los que yo perdí hace años.
Cuando el autobús llega, me regala una sonrisa, un gesto pequeño pero tibio. Sube y yo también, buscando el calor del motor, la paz de un asiento vacío. Cada noche, el mismo ritual.
Pero aquella madrugada, cuando el búho se detuvo en su parada, Marta no bajó. Se quedó junto a mí, y con un susurro, me preguntó mi nombre.
Oda a la N21
3:04 a.m. del 1 de noviembre. Me subo a la N21 con las ideas claras y la sangre sobria. El bus va lleno de zombis, cowboys, enfermeras sangrientas y algún demonio con ojeras reales. Pero a mí me atrapa un Spiderman.
Sin máscara. Con la mirada perdida y el alma hecha un nudo. Vomita.
Lo bautizo Pedro Parques.
Intuyo que, en algún rincón de la noche, le confesó a su amigo Harry que mató a su padre. Y ahora lo paga en babas ácidas y remordimientos líquidos, que recorren el pasillo como un río radiactivo.
Fantaseo: si ese vómito me alcanza, ¿despertaré con telarañas en las muñecas? ¿Nunca más necesitaré coger otro búho porque podré columpiarme entre edificios?
Pero salto el charco. Lo esquivo.
Decido no pisarlo. Porque, ¿quién, si no, documentaría los eventos que pasan aquí? Este es mi gran poder. Y ya se sabe…
Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Pedro Parques se baja en Lacoma, algo que estuvo a punto de experimentar.
El conductor ni se inmuta. Otro jueves más en Madrid.
Y yo pienso que eso es lo mágico: la N21 te atrapa, como una telaraña, y nunca sabes qué superhéroe en horas bajas podrás ver.
Apocalipsis
Las tantas. Migue y yo llegando a Cibeles. Apenas tráfico. Un poco pedos, pero bien, después de una noche loca. Risas exageradas. Y de pronto el caos, las sirenas de los bomberos y la policía por La Castellana y Alcalá. Ambulancias a cascoporro. No sabíamos qué podía estar sucediendo. Los pocos transeúntes huían desesperados sin saber de qué huían. Las familias enteras, en pijama, comenzaron a desalojar los edificios y cogieron los coches con unos cuantos enseres de primera necesidad. Algún accidente por la desesperación y el pánico. Los móviles dejaron de tener cobertura. Las luces fundieron a negro como en una película de zombis. Mi pareja me apretó la mano, aunque es poco dado a las intimidades. Tenía miedo. Migue siempre ha sido impresionable. Yo estaba tan tranquila, y más cuando vislumbre sus faros en la lejanía, acercándose: sabía que por mucho jaleo que hubiese, por mucho desastre natural, civil o militar que hubiese, como ha venido ocurriendo desde hace cincuenta años, aunque aquello fuese el mismísimo apocalipsis, el búho vendría a recogernos con absoluta puntualidad.
El búho felino: ¡Viva la línea N-Miau!
—Próxima estación «Bacallao» —exclamó el conductor Michi con sus bigotes canosos—: ¿Abono cachorro, familia felina numerosa, gato madrileño de tercera generación o ticket turista? ¡Una sardina!
Michi guarda el pescadito en la caja de su gatobúho, recoge la rampa y arranca el ronroneo del motor.
—La noche es nuestra —maúllan los jóvenes atigrados, más chulos que un ocho, que se han colado por la puerta de atrás con el rabo fuera de la ventana.
Al atardecer, se despierta la visión de las criaturas felinas con sus ojos brillantes y pupilas verticales: ¡Tapetum Lucidum! Anualmente, millones de mininos madrileños suben después de su gatopuntura en «Mon Claw» a la línea N-Miau y se bajan en «Lavapatas» para un baño nocturno a lengua. Se paran para un tentempié en la ratonera de «Delicias» y siguen hambrientos hasta la nueva parada final «A Cazar».
De madrugada en la cochera, el señor Michi da la última vuelta a chequear el autobús percibiendo un sutil ronquido en la última fila:
—¡Aquí huele a gato encerrado y hierba gatuna!
El joven chulapo atigrado se despierta y se sobresalta.
—Ay, me quería bajar en «La Gatina».
—¡No me hagas el gatopardo!
EMT = Espabilado Minino Transporte
Desde el parnaso
Apenas queda un alma en la calle salvo nosotros. De vez en cuando se oye el jaleo del abrir y cerrar de esos bares que siempre quedan reacios a cerrar. Salimos creyéndonos Max Estrella y ni siquiera estas se veían al mirar al cielo desde la boca de metro en la Latina.
Siempre nos imaginamos cómo sería pasar una noche en el Montmartre de los años 20. Y aquí estoy, junto a mi amigo Pedro, buscando el calor de la marquesina a las tres de la mañana tras perder el metro.
– ¡Ya me has vuelto a liar! – me dice, porque por una vez, él no ha tenido que ver y fui yo quien le dijo que unos caracoles en Amadeo, ver el partido y a casa.
El silencio se rompe cuando el N26 ulula a nuestro encuentro. Es el conductor quien, tras abrir la puerta del bus nos reconoce como si el tiempo llevase parado más tiempo del que cualquiera pensase.
Por un instante volvimos a aquellos jueves de universidad, cuando al terminar las clases nos juntábamos en Cascorro y Manuel, el conductor, nos daba las buenas noches como siempre desde la calle Toledo hasta Aluche.
– Os echaba de menos…
La luz de Cibeles
Año 3 después de la Desconexión. Madrid duerme sin sueños. Las calles, barridas por drones, no recuerdan el bullicio. Solo queda el autobús N21, deslizándose por avenidas vacías, sin voz humana.
Al subir, el silencio es espeso. Me acomodo en mi cápsula: acolchada, tibia, estéril. No hay miradas, ni gestos, solo cuerpos encapsulados rumbo a destinos sin nombre. Entonces, algo parpadea.
Un destello. Luego otro.
En mi mente aparece Cibeles iluminada. Las farolas aún titilan con vida. Dos mujeres comparten una risa en la parada. Un camarero con ojeras cede el último asiento. Un niño duerme en el hombro de su abuelo. Una pareja se despide con un beso frente al músico que todavía toca en Callao. Voces suaves, pasos veloces, manos que se buscan sin conocerse.
Los rostros son cálidos, borrosos como en un sueño antiguo.
—Archivo emocional detectado. Año 2025. Anomalía registrada: compasión.
Siento un nudo en la garganta. La cápsula responde con una dosis de inhibidor.
Fuera, la ciudad continúa inmóvil, sin alma. Dentro, algo ha despertado.
Madrid tuvo noches vivas. De aliento, de manos tendidas. Lo he visto. Lo recuerdo. Y quizás, si todos recordásemos, los Búhos volverían a llevarnos a casa… y no al olvido.
Al final solo estaba yo
Me fumo el último cigarrillo de la noche mientras espero al N12 en Neptuno. No tarda demasiado en llegar. Al subirme, me doy cuenta de que soy el único pasajero. En la parada 83 se sube, solo, un niño de unos ocho años que canta y baila sin pudor y sin vergüenza. Aún no sabe que le llamarán maricón. En la parada 320 sube un adolescente cabizbajo que evita el contacto visual y que lo único que quiere es pasar desapercibido. En la parada 326 se sube un joven universitario que ya sabe lo que es querer a alguien, aunque aún no sabe que es quererse a si mismo. Lleva meses contando calorías y saltándose comidas. En la parada 4518 se sube un chico de unos 25 años que busca su lugar en una ciudad que le rompió los huesos, pero que también le ha enseñado a vivir y a disfrutar. Me miro en el reflejo del cristal. Y al final, solo estaba yo.
Tortilla en el fin del mundo
No sé en qué momento decidí que lo mejor después de tres copas era coger el N6, pero ahí estaba yo, en Cibeles, con un donut en una mano y el orgullo en la otra, esperando al búho como si fuera mi Uber privado.
Subo, me siento en la parte de atrás (porque todos sabemos que es la zona noble del bus nocturno), y me dejo llevar. Madrid por la ventanilla parece otro mundo: todo callado, luces naranjas, algún que otro alma en pena buscando un taxi. A ratos te sientes protagonista de una peli… de bajo presupuesto, pero peli al fin.
A medida que avanzamos, empiezo a pensar que igual me estoy alejando demasiado. El conductor no para, la gente sube y baja como si supiera lo que hace… y yo, con el Google Maps abierto pero sin cobertura.
Cuando vi una gasolinera con más gatos que coches, supe que era mi señal. Toqué el timbre, bajé con dignidad (o lo que quedaba de ella) y me alejé del N6 como si acabara de escapar de una misión secreta.
Caminé un rato sin rumbo, batería al 3% y un mapa mental sacado directamente de un juego de mesa. Estaba a punto de asumir que tendría que dormir en un banco cuando, de la nada, se me acerca un señor con pinta de saber cosas.
“¿Te has perdido o solo vienes del búho?”, me suelta.
“Del búho”, digo, como si fuera una secta.
Me mira, asiente con complicidad y me ofrece algo inesperado: un tupper con tortilla. “La hago todos los viernes. Por si alguien baja antes de tiempo”.
La acepté, claro. No llegué pronto, ni llegué sobrio, pero llegué cenado.
Moraleja: Madrid siempre te sorprende. A veces con una vista nocturna… y a veces con tortilla casera a las tres de la mañana.
Verte en el aire
Nací en el asiento trasero de un Búho rumbo al aeropuerto. Soy muchas cosas y soy nada: el recuerdo de un desayuno en Malasaña, un paseo en El Retiro, un dorado atardecer frente al Palacio Real. En concreto, soy un suspiro. Salí del pecho de un viajero que dejaba Madrid con la promesa de algún día volver.
Él exhaló y yo floté por el pasillo del autobús. Bailé en los barrotes, acaricié los cristales empañados y cuando llegamos, supe que no quería marcharme. Así que decidí quedarme a vivir aquí, en este autobús nocturno que recorre la ciudad encantada.
Cada noche despierto cuando abren las puertas. Saludo a los pasajeros, escucho sus risas, sus llantos, sus silencios. Con cada recorrido me enamoro una y otra vez de Madrid: de las farolas que titilan como estrellas bajas y de las aceras vacías que descansan luego de guiar a sus paseantes durante todo el día.
Nunca volví a ver al viajero. Pero cuando alguien suspira mirando por la ventana con los ojos húmedos y el corazón lleno, me siento a su lado. Porque los suspiros que no mueren, encuentran hogar en las ciudades les vieron nacer.
Adaptación
Abandonó Chueca como debió de hacer Cenicienta al oír las campanadas de la medianoche: corriendo raudo hacia Cibeles porque el búho partía en cinco minutos. Le tocó ir de pie, apretujado junto a los invitados gritones de una despedida de soltero, pero no le importó. Al acordarse de los ritmos reguetoneros que se había marcado en el bar con un apuesto príncipe llegado de Gijón, sintió que sobrevolaba el Paseo del Prado en un pomposo carruaje tripulado por algún cochero de la EMT. En Atocha, revivió el calor del baile y de ese “Mañana me llamas” susurrado por el otro mientras, en los baños, le escribía su número en el antebrazo. En Pacífico no pudo resistirse y marcó. Aunque fue al entrar en Vallecas cuando un mensaje le apeó del cuento: el número que has marcado no existe. Lo escucharía varias veces antes de bajarse del N10 a esperar a que el semáforo se abriera. Comenzaba a lloviznar en Madrid y él miraba cómo otra calabaza repleta de ratones continuaba hacia su destino en Palomeras. Entonces cruzó la avenida y comenzó a caminar deprisa rumbo a casa, agradecido, eso sí, por no haber perdido ninguno de sus zapatos.
Todos los viernes igual
El N22 estaba a reventar. La última copa me ayudó a ignorar mi suciedad y mi cansancio. Parece que ya arranca. Fue lo último que pensé antes de caer rendido, víctima del ronroneo del motor. Cuando desperté, ya estábamos entrando en Berlín, a punto de amanecer. ¡Otra vez me pasé de parada! Sin un duro para un taxi, acepté mi sino: llegar al final de la línea y regresar. Me conozco bien el recorrido: al cruzar los Urales, despliego mis pañuelos a modo de manta y llegando a Mongolia intercambio mis chicles de sandía por un vaso de leche de yegua. Después del ferry de Guangzhou, cuando íbamos avanzando a machetazos por la Amazonía Peruana, una señora intentó colarse. Se quedó discutiendo con el conductor hasta que la bajaron en Sao Paulo, hay que ver cómo está la gente. Cruzando Botswana me levanto a abrir la ventanilla pero está muy dura y desisto, avergonzado. El conductor ve mi ridículo y enciende el aire acondicionado, gracias. Llegando a Tarifa, decido descansar un poco la mirada, solo un poco. Cuando desperté, ya estábamos entrando en Valdeacederas, a punto de amanecer. Le doy al botón. PARADA SOLICITADA: móvil, cartera, llaves… ¡¿y las llaves?!
Cicatrices a medianoche
Surco Madrid de madrugada, cuando las calles se vacían y el sonido se disipa, aunque nunca desaparece del todo. Siempre repito la misma ruta y, en la mayoría de ocasiones, me encuentro con las mismas personas. A veces me sonríen; otras, lloran en silencio. Si se sienten especialmente valientes, susurran entre ellos, compartiendo secretos. Otras veces se dejan vencer por el sueño.
Yo siempre los acompaño, arropándolos como a viejos amigos. Llevo cincuenta años sin dormir, sintiendo el ambiente cargado de sueños cumplidos y también rotos, de rutinas, de principios y de finales, y del manto de rocío que me cubre durante la noche.
También tengo algunas cicatrices. Como la que me dejó aquella pareja feliz al intentar subir sus maletas. O la tela deshilachada de la mochila de un cansado enfermero que se quedó enganchada en el asiento. Aunque, sin duda, mi favorita es la firma sobre el cristal que dejó aquella escritora que siempre subía conmigo, esperando que el adormecedor balanceo y la calma de la noche la ayudaran a encontrar inspiración.
Espero tener muchas más, porque con todas ellas, este búho siempre tiene una historia que contar.
Ensoñando Madrid
Cuando Madrid se duerme no se apaga, se transforma. Las calles se repliegan como pergaminos, los semáforos parpadean como luciérnagas ciegas y entonces llegan ellos, los Búhos de la EMT. No son autobuses, son oráculos móviles, vehículos de tránsito entre lo que fue, lo que pudo ser y lo que jamás será. Se detienen en esquinas donde ya nadie vive, en plazas que solo existen en los sueños de los que ya no están. Suben poetas que nunca publicaron, amores no correspondidos, abuelos que aun recuerdan como olía el rastro en el 73.
Las líneas no se numeran, se intuyen. Línea N1: para quienes no quieren olvidar. N2: para los que buscan a alguien que desapareció. N7: para los que sin saberlo ya partieron. Los conductores no miran al frente, conducen con los ojos cerrados, guiados por los suspiros de la ciudad. En cada trayecto Madrid se cuenta a si misma como un mito que nadie escribió. Al llegar el alba, los búhos desaparecen entre la niebla del Manzanares y los pasajeros bajan sin recordar del todo lo que han soñado…solo que, por unas horas, fueron parte de algo inmenso y secreto.
La línea del ensueño
Cada noche, a las sombras de Madrid, dos Búhos azules surcan la línea N3. Uno sube por Alcalá, el otro baja por Arturo Soria.
Se aman. Pero su amor es pasajero; un cruce fugaz, dos destellos en la noche. Los rayos de sus faros se abrazan al pasar, mientras los viajeros dan cabezadas, ajenos a su deseo.
A veces, un milagro: coinciden en paradas enfrentadas, pero separados por los carriles del insomnio, como versos en páginas opuestas.
Entonces se miran. Guiñan intermitentes. Un suspiro de puertas. Un segundo para contemplarse.
Sin embargo, el reloj no perdona. Tienen que seguir. Uno al norte, el otro al sur. Tragándose la ciudad, soñando con el otro en cada curva.
Hasta que llega el alba y un ejército de autobuses diurnos despierta para acoger a los habitantes de la luz.
Los Búhos se retiran, entregándole la ciudad al sol.
Y en la nave de la EMT, bajo un techo de hierro y sueño reposan al fin, quietos, juntos, carrocería contra carrocería, con todo el día por delante para quererse sin horarios.
BRUM-BRUM
Oh, glorioso N21, bús,
testigo rodante del insomnio colectivo,
limusina de resaca y perfume a kebab,
ven a mí… si es que vienes.
No hay espacio más inclusivo que tu vientre de plástico azul
y barandillas amarillas,
donde conviven en extraña armonía
los que vuelven de fiesta gritando
“¡CAMARERO! ¿¡QUÉ?!”
los que se duermen y despiertan en cocheras,
y los que, sin opción, madrugan antes de que el metro
se digne a abrir la boca.
Tú, que presencias despedidas dignas de telenovela,
de gente que es capaz de querer solo una noche,
aceleras en los semáforos en ámbar
y eres capaz de disfrutar del verdadero silencio de las calles de Madrid
aun llevando a bordo, un desfile de
poetas ebrios, almas perdidas,
señores que huelen a tabaco y filosofía barata.
A pesar de que el frío de las 4 de la mañana
nos pela los tobillos en la puerta,
esperando que te dignes a abrir,
bendito seas, vehículo de redención y castigo,
esperanza obrera con ruedas de paciencia,
y bendita la calma sobrenatural de quienes te conducen,
que soportan preguntas existenciales, discusiones amorosas
y gritos de “¡¿Esto para en Cibeles?!”
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